Hola, me llamo Edu y soy coleccionista de películas en formato físico.
(«Hola, Edu» —responden todos los demás desde sus estanterías).
Sí, como si esto fuera una reunión de rehabilitación, pero con steelbooks, slipcovers, digipaks y ediciones francesas con subtítulos en alemán que no voy a entender nunca.
Cada cierto tiempo, como todo adicto funcional, me propongo dejarlo. Me miro al espejo, con mirada decidida, y digo:
«Este mes no compro nada. Ni una sola película. Ni aunque esté en oferta. Ni aunque sea un 4K de una peli de culto con extras exclusivos»
Spoiler: a las 24 horas ya estoy haciendo picando en Amazon con una edición nueva de «El último gran héroe», un Steelbook de «Tiburón» que no tenía y tres DVDs precintados de Wallapop que no recuerdo haber buscado pero que, aparentemente, «necesito». Porque claro, estaban «tirados de precio».
Y ya sabes lo que eso significa: compra justificada, pecado perdonado.
El bucle eterno
El patrón siempre es el mismo.
- Me prometo que no voy a comprar.
- Abro Vinted «por mirar».
- Me salta una alerta de Amazon.
- Me manda un colega un enlace con un «Mira qué edición, te va a molar».
- Caigo.
- Me justifico diciendo que al menos no bebo ni fumo, ni tengo más vicios.
- Y vuelta a empezar
Y así es como, semana tras semana, mi colección crece. Y el espacio no. Pero claro, ¿cómo no voy a pillar esa nueva edición de una peli que ya tengo tres veces? ¡Si esta trae libreto de 12 páginas en papel satinado y un audio comentario de un tío que fue segundo ayudante de dirección!
Precintado se vive mejor
He llegado a un punto en el que tengo más películas sin desprecintar que abiertas. A veces me da por pensar que si las vendiera todas, me daba para unas vacaciones deluxe. Pero no lo haré. ¿Por qué? Porque me gusta tenerlas. Saber que están ahí, esperando su momento (que nunca llega). Es como el «síndrome de Diógenes», pero con estilo.
Mi señora esposa ya ni pregunta. Solo pone los ojos en blanco cuando ve aparecer otro paquete. A veces los escondo. O los abro en plan sigiloso cuando no está en casa. He perfeccionado técnicas de infiltración nivel ninja para meter un nuevo Blu-ray en la estantería sin que nadie lo detecte. Ni en Misión Imposible había tanta tensión.
Spoiler: no puede decirme nada, porque ella es peor… pero con Shein. Entre mis películas y sus vestidos, tenemos a los repartidores a diario en casa. Se han convertido en parte del ecosistema del hogar. «¿Una botellita de agua para el calor?», «¿Tienes tiempo hoy para una cervecita rápida?», «¡Venga, hasta mañana!». Los veo más que a mi familia. Y que a mis amigos, también. Una relación bonita, intensa… y basada en pedidos constantes.
¿Y por qué lo hacemos?
Porque esto no va solo de ver pelis. Va de poseerlas. De saber que tienes la edición buena, la que ya no se encuentra, la que trae los extras que nadie más ha visto.
Es coleccionismo, sí, pero también es nostalgia, pasión, fetichismo (del bueno) y una forma rara de amor.
Amamos el formato físico. Nos da placer abrirlo, tocarlo, colocarlo, olerlo incluso.
Lo sé, suena enfermizo.
Y sí, un poco lo es. Pero… ¿qué afición no tiene su punto loco?
Epílogo: ¿Rehabilitación? JA
Cada vez que digo «voy a parar un poco», aparece una edición de no-sé-qué clasicazo con caja negra, libreto exclusivo y restauración en 4K.
Y ahí voy yo, click, reserva, sonrisa de culpabilidad… y aquí no ha pasado nada.
La rehabilitación no funciona. Lo que funciona es asumirlo: esto no se cura.
Y mientras haya pelis, ediciones, y compañeros de vicio en Telegram o Twitter compartiendo ofertas… seguiré cayendo con gusto.
¡Leñe! Pero si yo mismo me dedico a avisar de chollos en Telegram y no hay día que no pique con alguno.
¿Y tú? ¿Cuántas veces has intentado parar?
No mientas. Te veo.
Tienes dos precintadas en la habitación que acaban de llegar.
Y esta semana… cae otra.
Y si no… ¡desmiéntemelo!