Según la propia Hikari (la directora), el cine tiene el poder de hacer del mundo un lugar más humano. Y con Rental Family lo demuestra de sobra.
En esta coproducción entre Japón y Estados Unidos, Brendan Fraser interpreta a Phillip, un actor estadounidense que vive en Tokio intentando sacar adelante su carrera mientras lidia con una soledad que se le come por dentro.
Todo cambia cuando empieza a trabajar en una agencia de «familia de alquiler», un fenómeno real en Japón que permite contratar familiares o amigos para suplir ausencias en momentos importantes.
La película se mueve entre la comedia ligera y el drama existencial con una naturalidad pasmosa. Es de esas cintas que te sacan risas y lágrimas a partes iguales, sin hacer trampas ni buscar el golpe bajo.



Hikari dirige con una sensibilidad tremenda, construyendo un retrato sincero de la soledad moderna y del deseo universal de conexión. No hay moraleja forzada ni sentimentalismo barato: solo personas intentando llenar sus vacíos como pueden.
Más allá de su punto de partida curioso; ese negocio japonés donde puedes «alquilar» familiares para suplir vacíos emocionales, Rental Family funciona como una radiografía del aislamiento contemporáneo.
Hikari no juzga a sus personajes, los abraza.
Nos muestra cómo la necesidad de afecto, de ser vistos, de sentirse parte de algo, es universal. Y lo hace con una mezcla de ternura y melancolía que te va ganando poco a poco, sin golpes de efecto ni dramatismos innecesarios.
Brendan Fraser está soberbio, en una interpretación contenida, honesta, llena de matices. Su Phillip finge emociones ajenas mientras reprime las suyas, y ahí está la magia del personaje: en cómo la mentira termina convirtiéndose en una forma de verdad.
Hikari convierte cada silencio, cada mirada, en pura emoción. Y la música envuelve todo con ese tono etéreo que te deja flotando incluso cuando ya han pasado los créditos.
Personalmente, salí del cine con el corazón un poco revuelto (en el buen sentido). Rental Family te deja esa sensación de haber visto algo profundamente humano, de esos relatos que, sin necesidad de grandes giros, te reconcilian con el hecho de sentir.
Hay momentos en los que te ríes, otros en los que se te escapa la lágrima, y al final te quedas pensando que ojalá pudiéramos todos alquilar cariño, aunque solo fuera por un rato.
En definitiva, una película preciosa y sincera, con alma, con humor, con emoción a raudales.
Hikari firma su mejor trabajo hasta la fecha y confirma que, efectivamente, el cine puede seguir siendo ese refugio donde las heridas duelen menos y las personas se encuentran, aunque sea por un par de horas.

















