David Trueba vuelve al cine con esa mezcla tan suya de humor, ternura y desengaño.
En Siempre es invierno, el director madrileño adapta por primera vez una de sus propias novelas, «Blitz», y lo hace con la calma y el cariño de quien se conoce sus personajes de memoria.
Y se nota.
Todo fluye con naturalidad, sin imposturas, como si estuviéramos escuchando a un amigo contándonos su crisis vital entre café y café.
La historia sigue a Miguel, interpretado con la habitual sensibilidad de David Verdaguer, un arquitecto paisajista que viaja con su pareja (Amaia Salamanca) a un congreso en Lieja. Pero las cosas no salen como esperaba: la relación se rompe y él se queda solo, perdido en una ciudad extranjera y con una vida que ya no sabe muy bien hacia dónde va.
Hasta que aparece Olga (una maravillosa Isabelle Renault), una mujer mayor que él, voluntaria y libre, que le ayuda a reencontrarse con la vida —y consigo mismo— sin necesidad de grandes gestos ni moralejas.



Lo bonito de Siempre es invierno es que no intenta ser más de lo que es. No busca el drama fácil ni la comedia forzada.
Trueba se mueve en ese terreno intermedio que tan bien domina, donde la ironía se mezcla con la melancolía y lo cotidiano se convierte en lo verdaderamente trascendente. Aquí no hay fuegos artificiales, pero sí pequeños destellos que te dejan pensando mucho después de que se enciendan las luces.
Visualmente, la película es preciosa: esa Lieja fría, gris y acogedora al mismo tiempo, sirve como espejo perfecto del estado emocional del protagonista. Y la banda sonora —sutil, elegante— acompaña sin empujar, dejando respirar cada escena.
A mí me ha dejado con una sensación cálida, de esas que solo te dan las películas sinceras. Siempre es invierno es, en el fondo, una historia sobre segundas oportunidades y sobre cómo a veces los encuentros más improbables son los que te devuelven las ganas de mirar el mundo con otros ojos. Trueba firma aquí una de sus películas más maduras, más íntimas y, por qué no decirlo, más humanas.

















