Kelly Reichardt vuelve, y lo hace con algo diferente.
En The Mastermind, presentada en la 70ª Seminci, la directora norteamericana se mete de lleno en el terreno del cine de atracos setentero, pero a su manera: sin glamour, sin persecuciones imposibles y con mucha ironía.
La historia arranca en un barrio bien del condado de Massachusetts, donde JB Mooney (Josh O’Connor), un carpintero sin curro pero con pedigrí familiar, decide junto a unos colegas robar unos cuadros del artista Arthur Dove del museo local.
Y oye, el plan parece sencillo… hasta que, como en toda buena historia de ladrones con más corazón que cabeza, las cosas empiezan a torcerse.



Reichardt juega con su humor seco y esa mirada compasiva hacia los inadaptados, trazando el camino de un tipo que, en pleno contexto de la Guerra de Vietnam, se ve empujado a los márgenes.
Y durante buena parte de la peli, la cosa funciona de maravilla: ritmo ágil, diálogos con chispa, estética muy «americana», y un Josh O’Connor que se come la pantalla con esa mezcla entre torpeza y encanto.
Pero —y aquí viene el «pero»—, tras una primera mitad brillante, la película empieza a dar vueltas sobre sí misma, alargando escenas que no aportan mucho más de lo que ya sabemos. Esa frescura inicial se va diluyendo poco a poco, y el tramo final deja una sensación un tanto tibia, como si el guion se hubiera quedado sin gasolina antes de cruzar la meta.
No es un desastre, ni mucho menos, pero uno sale del cine con cara de «¿ya está? ¿eso era todo?».
Aun así, Reichardt sigue siendo Reichardt: su dirección es elegante, su humor afilado y su capacidad para humanizar al perdedor, única. The Mastermind es una película que arranca con fuerza, seduce por su tono y su mirada, pero que termina perdiendo fuelle cuando más necesitaba apretar el acelerador.
En resumen: una media estafa encantadora. Ni el golpe del siglo, ni un atraco fallido… simplemente, una historia que prometía más de lo que entrega, pero que se disfruta mientras dura.

















