Hay algo hipnótico en la manera en que Christian Petzold filma el silencio, el tiempo y las miradas.
En Mirrors No. 3, su nueva película, presentada a nivel nacional en la 70º edición de la Seminci, vuelve a demostrar que no necesita grandes gestos para inquietarte. Basta con un par de personajes encerrados en una rutina aparentemente tranquila, y ya estás atrapado.
Todo arranca con un accidente: Laura, interpretada con una contención brutal por Paula Beer, pierde a su novio en un fatal siniestro. Betty, una mujer que presencia el choque, la acoge en su casa, y lo que en principio parece un gesto de bondad se transforma en una convivencia extraña, llena de silencios, miradas cruzadas y cierta tensión que nunca termina de explotar… pero que está ahí, todo el rato.
Lo más fascinante de Mirrors No. 3 es esa atmósfera rara, casi hipnótica, que Petzold maneja como pocos.



Es como si mezclara la calma melancólica de Éric Rohmer con el desasosiego de los hermanos Grimm. Todo parece sencillo y luminoso —ese campo, esas bicicletas, esa rutina familiar— pero debajo hay algo podrido, algo que no encaja, y lo sabes aunque nadie lo diga.
Paula Beer está increíble. Lleva el peso de la película con una mezcla de fragilidad y fuerza contenida que te deja descolocado. Y la familia que la acoge —padre e hijo incluidos— no es que inspire demasiada confianza. P
Petzold juega con eso, con lo que no se ve, con lo que se insinúa y nunca se explica del todo. Hay escenas que parecen sacadas de un sueño raro del que no terminas de despertar.
No voy a engañarte: es de esas películas que no son para todos los públicos. Petzold no busca complacerte, te incomoda con su tempo pausado y con esa tensión que se estira hasta casi romperse. Pero si entras en su juego, te recompensa con una experiencia magnética, de esas que se te quedan dando vueltas en la cabeza.
Personalmente, me gustó ese equilibrio entre lo poético y lo turbio. Hay una belleza muy fría en Mirrors No. 3, una sensación de que algo importante está a punto de pasar… aunque nunca ocurra del todo. Y eso, cuando lo piensas, es muy Petzold: dejarte suspendido entre lo que esperas y lo que realmente obtienes.
En resumen, una pieza de cámara delicada y misteriosa, donde el amor, la culpa y la pérdida se reflejan —como en un espejo roto— desde mil ángulos distintos. Petzold sigue siendo el maestro de la ambigüedad, y Mirrors No. 3 lo confirma una vez más: el peligro puede esconderse hasta en la más apacible de las casas rurales.

















