En su enésimo intento por reimaginar sus clásicos animados, Disney presenta Blancanieves (2025), una apuesta que quiere ser moderna sin perder la inocencia del original, pero que termina naufragando entre contradicciones estéticas, decisiones creativas cuestionables y una alarmante pérdida de identidad narrativa.
Lo que alguna vez fue un cuento oscuro con moraleja clara, se transforma aquí en un espectáculo visual lleno de buenas intenciones, pero vacío de alma.

Un nuevo rostro para la princesa… y nada más
Rachel Zegler cumple. De hecho, podríamos decir que es lo mejor de la película.
Su Blancanieves es dulce, decidida y vocalmente poderosa, capaz de sostener con aplomo la reinvención del personaje que ahora no espera ser salvada, sino que toma las riendas del conflicto.
El guion la convierte en una especie de heroína con tintes de líder revolucionaria, lo cual, aunque algo forzado en algunos tramos, le da un mínimo de frescura a una figura tradicionalmente pasiva.
Sin embargo, esta transformación no se siente completamente orgánica, y en más de un momento parece que la película quiere vendernos una iconografía moderna sin arriesgarse realmente a romper con lo anterior.
Gal Gadot: reina de cartón
Lo más preocupante es, sin duda, la villana.
Gal Gadot tiene presencia física, sí, pero su interpretación como la Reina Malvada se queda peligrosamente corta.
La falta de magnetismo, la gestualidad forzada y una dirección de actores que parece más interesada en cómo luce que en cómo actúa, hacen de esta antagonista una figura decorativa. Lo más inquietante de su personaje no es su maldad, sino lo poco que impone.
Incluso su gran número musical, que debería ser un momento cumbre de oscuridad y dramatismo, resulta más un desfile de estilo que una amenaza real.
La tendencia de Disney a «humanizar» a sus villanos ha llegado a un punto preocupante.
En lugar de figuras temibles y complejas, recibimos versiones diluidas, estéticamente pulidas, pero emocionalmente inofensivas. La Reina Malvada de Blancanieves parece más salida de una pasarela que de un cuento con moraleja. El resultado es una villana que no da miedo, no impone y no deja huella.
¿Y los enan… perdón, los “compañeros”?
Mucho se ha dicho del rediseño de los famosos enanitos, y con razón.
Disney ha intentado hacer de este grupo un conjunto diverso y variado, pero el resultado visual es directamente desconcertante. Algunos parecen sacados de un videojuego de baja resolución, otros de un experimento de captura de movimiento que se quedó a medias.
Aunque sus roles en la historia funcionan a nivel estructural, el impacto visual es tan negativo que cuesta tomarlos en serio durante buena parte del metraje.
Eso sí, hay una secuencia musical en las minas (evidente homenaje a “Hé-Ho”) que logra cierto dinamismo.
Está claramente pensada para el público infantil, y puede que funcione con ellos, pero para los adultos la sensación es más cercana a la de una atracción de parque temático que a una escena cinematográfica.
Música conocida, emociones recicladas
El apartado musical es otro punto débil.
A pesar de contar con los talentos de Pasek & Paul, la banda sonora cae en la trampa de sonar demasiado parecida a sus anteriores trabajos.
Hay melodías que parecen versiones recicladas, letras que no alcanzan a emocionar, y coreografías que bordean lo artificial.
La reinvención del número de limpieza en la cabaña, por ejemplo, es más un guiño a Mary Poppins que una evolución natural del relato.
El precio de mantenerse vigente
Blancanieves (2025) es, en última instancia, una película que parece tener más miedo a ofender que ganas de inspirar.
En su esfuerzo por adaptarse a los nuevos tiempos, se ha olvidado de lo que hacía poderosa a la historia original: la tensión, la sombra, el contraste claro entre luz y oscuridad.
Aquí todo está suavizado, edulcorado y pasado por el filtro de lo políticamente correcto.
¿El resultado? Un film que puede entretener a los más pequeños, pero que deja a los adultos con la sensación de haber asistido a una obra decorativa más que dramática.
No todo es un desastre, claro.
La fotografía es cuidada, el vestuario tiene momentos brillantes, y el trabajo de Andrew Burnap como el príncipe logra más profundidad de la que cabría esperar. Pero el conjunto es inconsistente.
Y lo más preocupante de todo es que Disney, en su afán de mantenerse relevante, está sacrificando la esencia de sus cuentos más icónicos.
El espejo no miente: Blancanieves brilla, pero no por dentro.
